Miguel Hernández
Por SOFÍA MORO*Ha fallecido Rosario Sánchez, la dinamitera. Villarejo de Salvanés, Madrid, 1919. MILICIANA DE LA JSU. Comunista. PRESA POLÍTICA CONDENADA A MUERTE. Hija de un carpintero de Izquierda Republicana. Al estallar la guerra marchó voluntaria al frente de Buitrago y fue destinada a una unidad de dinamiteros. A los pocos meses perdió una mano al explotarle una granada en el transcurso de unas maniobras. Siguió trabajando a las órdenes del Campesino como telefonista en la retaguardia y como correo del frente después. Al terminar la guerra fue detenida y condenada a muerte, pero le conmutaron la pena por treinta años de prisión, de los que cumplió tres. Miguel Hernández le dedicó el poema 'Rosario, dinamitera', que la convirtió en un símbolo de la lucha de las mujeres en el frente.
La fotógrafa, Sofía Moro, retrató su historia en el libro 'Ellos y Nosotros'. "Mi padre fue el presidente y fundador de Izquierda Republicana en Villarejo de Salvanés. Era carpintero y herrero. Tenía un taller y con eso nos manteníamos. Cuando llegó la República, si iba por una calle y veía que tenía el nombre de un general o de un sacerdote, arrancaba la placa y ponía un nombre republicano: avenida de Mariana Pineda, plaza de la Constitución... La Guardia Civil siempre andaba detrás de él. Me hacía ir a la escuela con el lazo tricolor republicano. La directora decía que los lazos tenían que ser blancos y que con el tricolor no pasábamos. Mi madre, para que no nos regañaran el uno ni la otra, nos daba unos lazos blancos para que nos los guardáramos en el bolsillo. Salíamos de casa con el tricolor y al llegar a la puerta de la escuela nos lo cambiábamos. A la vuelta hacíamos al revés.
Yo la política la había mamado. De pequeña había visto las huelgas de los braceros. En invierno no les daban trabajo, de modo que, para ganarse unas pesetas, iban a buscar leña a los montes del ayuntamiento para venderla después en el pueblo. Cuando llegaba la Guardia Civil les quitaban la leña, se la quemaban y les rompían las hachas. Ellos se abrían la camisa y decían: "Tírame, cacho cabrón. Mátame, pero no mates de hambre a mi familia".
En 1935, con 16 años, convencí a mi padre para que me dejara ir a Madrid a estudiar corte y confección. Vivía en casa de los padres de una vecina y, a cambio, trabajaba como criada. Un día pregunté a unas chicas: "¿Oye, vosotras sabéis dónde enseñan el corte? Tiene que ser muy barato". Eran de las Juventudes Socialistas Unificadas (JSU) y me contestaron: "Nosotras sabemos de una que te lo da gratis". Era verdad. La academia estaba en la calle San Bernardino, era de la JSU y las clases eran gratuitas. Funcionaba muy bien. Me apunté. Para mí fue natural hacerme de las JSU. Mi padre se alegró mucho cuando se lo conté.
Llevaba un año en Madrid cuando dieron el golpe de Estado. En la casa no teníamos radio, de modo que nos enteramos porque empezamos a oír tiros y bajamos a la calle. Un hombre nos dijo que el Ejército se había sublevado en el cuartel de la Montaña. Se oyeron tiros durante toda la noche. A media mañana oímos que la sublevación se había sofocado. Así que yo esa tarde me fui a mi academia. No sabía nada. No sabía que se trataba de un levantamiento ni que aquello iba a desembocar en una guerra ¡Nada! La academia estaba muy revuelta. ¡Había estallado la guerra! Un muchacho se subió a una mesa y empezó a pedir voluntarios con una fuerza tremenda. Yo veía que nos miraba y pensaba: "Pues nos lo debe de estar pidiendo a nosotras, porque aquí no hay chicos". Le pregunté: "Pero bueno, ¿entonces las chicas también podemos ir?" Él me contestó: "Claro, algo podréis hacer".
Al día siguiente, de madrugada, salí para el frente. Mi padre había llegado ese mismo día del pueblo para ver si me había pasado algo. Entonces le dije: "¿Sabes que he estado a punto de apuntarme como enfermera?" Como no me dijo nada, pensé: "Bueno, casi tengo el permiso de mi padre". Y al día siguiente, el 19 de julio, acudí a la cita. Nos llevaron a Somosierra para defender la presa de Lozoya. Llegamos dos días después de la sublevación y allí había ya de todo: parapetos, trincheras, equipos... En mi trinchera era la única mujer de quince personas que estábamos. Combatíamos en primera linea, a las órdenes del Campesino, de quien luego me hice muy amiga. El respeto a la mujer era impresionante. Yo era uno más de día y de noche. En el frente no te desnudabas para dormir. Dormías con lo puesto. Si se repartían las horas de guardia, no decían: "Dejad a la chica fuera". Yo era como una hermana para muchos y, a veces, cuando les veía morir, como una madre. En los primeros momentos, sabía sus nombres y todo: "¡Han matado a Julio! O ¡Han matado a Pepe!" Sufría muchísimo, pero no me acobardaba, me enardecía más. "¡Me cago en la leche! Estos hijos de..." Como pasaría hoy. ¡Lo mismo! En ese tiempo sólo fui a Madrid en una ocasión. Al irme al frente creí que la guerra iba a terminar al día siguiente o que, como mucho, iba a durar unos días. Tuve que volver porque me hacía falta ropa interior. No me hacía falta nada más, porque allí te ponías el mono y eso hacía las funciones de uniforme.
Me acerqué a mi pueblo. Llevaba mi fusil, mi mono, mi gorrito, mis cartucheras... ¡La que se organizó en el pueblo cuando me vieron aparecer así! Luego, cuando terminó la guerra, todo eran denuncias: que si había llevado mono, que si había llevado fusil, que llevaba una pistola... Me costó la cárcel. Pero en aquellos días todo era entusiasmo. Todas las chicas se querían venir conmigo al frente. Yo les decía: «Mira, díselo a tu padre, no me vayan a echar después a mí la culpa».
¡Con todos los muertos que había visto! Durante los primeros meses en las trincheras prácticamente no teníamos armamento. Los fusiles eran viejos. No teníamos ni una ametralladora, ni un mortero, ni nada. Después de dos meses a las órdenes del Campesino, me destinaron a una unidad de dinamiteros. Nuestro capitán era un minero barrenista asturiano que sabía fabricar cartuchos y manejar la dinamita. Nos propuso hacer bombas rellenando los botes de leche condensada con clavos. Era una cosa rudimentaria y casera, ya que te podían herir, pero no mataban. Lo que sí hacían era mucho ruido. En unas maniobras, me estalló un cartucho de dinamita en la mano. Estábamos en fila; éramos unos diez, y yo estaba situada en un extremo. Debió llover la noche anterior porque mi mecha al prender hizo un sonido extraño. Se quemaba por dentro, pero no por fuera, así que no noté el calor de la llama en el dedo, que era la señal para lanzarla. Los muchachos me gritaron: "¡Tírala! ¡No la tires!" Enseguida vi el peligro. Tenía un compañero a mi derecha y me volví para tirarla hacia otro lado, pero como las mechas eran tan cortas, me faltaron unos segundos y me estalló en la mano. Si la hubiera lanzado hacia delante, no me hubiera arrancado la mano, pero les hubiera herido a todos. Esto sucedió el 15 de septiembre de 1936. Con la explosión salieron todos corriendo. Un compañero rompió las cintas de sus alpargatas y me las ató al brazo. Me cogió en volandas y, corriendo, me sacó a la carretera. Pasó un coche militar y me llevaron al hospital. Ese hombre me salvó la vida. Primero estuve en un botiquín en Buitrago, donde me pusieron la antitetánica y la antigangrenosa y luego me trasladaron al hospital de sangre de La Cabrera. Allí vino a visitarme Ortega y Gasset. Él fue quién informó a mi padre del accidente.
Fui a Madrid. Me llevaron a la facultad de Filosofía y Letras, donde habían montado un hospital de convalecientes. Había una pizarra grandísima y yo me pasaba las horas intentando escribir con la mano izquierda. Salí al mes y medio con una indemnización de dos mil pesetas y, a partir de entonces, recibía diez pesetas diarias. Con ese dinero me podía haber ido donde quisiera, pero me dije: "Yo no he venido aquí a ganar diez pesetas. Me voy con los míos, a ver qué puedo hacer". Fui a ver al Campesino, que estaba en Alcalá de Henares. Su unidad se había convertido en la 10ª Brigada Mixta. Me dijo: "Vamos a ver. ¿Qué podría darte? Te voy a hacer telefonista".
Me construyeron una centralita en el Estado Mayor de la Comandancia. Allí conocí a Miguel Hernández, que estaba como comisario de Cultura y me escribió un poema. Debió ser a finales de 1936. Allí conocí también a Francisco Burcet, Paco, con quien me casé unos meses más tarde y tuve una niña. Después de un tiempo regresé a mi división, como cartera del frente. Me dijeron: "Está toda la división en Quijorna, al lado de Brunete. Están luchando allí y el jefe de carteros ha desaparecido. ¿Puedes ir o te da miedo?" Repartir el correo en el frente era muy peligroso. Alguna vez nos metimos en zona nacional sin darnos cuenta. Nos atacaron varias veces con bombas incendiarias y los aviones nos ametrallaban, pero en los tres meses que estuve siempre llegamos. Cogía todo el correo en Madrid y me iba en un coche con otras dos personas. Pero quien tenía el pase a primera línea era yo.
Íbamos a las puertas de El Pardo. Allí estaban los soldados con los fusiles atravesados. "¡Alto!" Yo sacaba el papel, lo leían y decían: "¡Pasa!" ¡Que esto les entre en la cabeza a los historiadores. No se echó a la mujer del Ejército republicano. Lo de la prostitución en los frentes es mentira. Entre nosotros no había machistas ni violadores. Cuando terminó la guerra, dejé a mi hija con mi madre y me fui a Alicante con mi padre. Paco se había ido al frente de Aragón y llevaba cuatro meses sin saber nada de él. No sabía si lo habrían matado o si habría escapado a Francia. En Alicante estábamos quince mil personas en el puerto esperando a que llegaran los barcos a salvarnos. Nunca llegaron. Mucha gente se suicidó. Yo pensaba que aquello era muy cobarde y le decía a mi padre: "Les van a dar el trabajo hecho. ¡Yo no me pienso suicidar, que me maten, y así constará que me mataron!"
A los cuatro días llegó la División Littorio. Nos robaron todo lo que pudieron, aunque tengo que reconocer que nos trataron mejor que los españoles. Nos llevaron al campo de concentración de los Almendros. Estuvimos unos cinco días casi sin comida ni agua. A las mujeres nos daban un pedazo de pan y una lata de sardinas para compartir al día. A los hombres sólo el pedazo de pan. Una mujer pidió leche para su hijo y el jefe fascista le contestó: "¡Ordéñate tú!" De allí nos trasladaron al campo de Albatera. A mi padre lo fusilaron allí, sin juicio previo, y a mí me liberaron unas semanas después. Me fui a Madrid, pero unos vecinos falangistas me denunciaron y volví a la cárcel. Durante un tiempo me llevaron de prisión en prisión. Primero estuve un mes en la prisión de Villarejo y luego me trasladaron a Getafe y a Ventas. Me pidieron la pena de muerte, pero salí con treinta años, de los que cumplí tres. Fueron años terribles. En la cárcel estábamos hacinadas en celdas carentes de higiene y la comida era insuficiente. Salí en 1942, el 28 de marzo, el mismo día en que murió el poeta Miguel Hernández en la cárcel de Alicante. Tenía prohibido pisar Madrid, pero no podía estar más tiempo sin ver a mi hija, y me fui a buscarla. La pobre se echó a llorar cuando la abracé; no conocía a su madre. De Paco no supe nada en todo ese tiempo. Luego me enteré de que se había vuelto a casar y que ya tenía otra familia y no nos volvimos a ver. Yo no podía trabajar como costurera ni en la limpieza, así que empecé a vender cigarrillos americanos de contrabando en Cibeles. Más adelante pude alquilar un estanco a unos familiares y en eso trabajé 22 años, hasta que me jubilé."
Rosario, dinamitera, / sobre tu mano bonita celaba la dinamita / sus atributos de fiera. Nadie al mirarla creyera / que había en su corazón una desesperación / de cristales, de metralla ansiosa de una batalla / sedienta de una explosión. Era tu mano derecha, / capaz de fundir leones, la flor de las municiones / y el anhelo de la mecha. Rosario, buena cosecha, / alta como un campanario, sembrabas al adversario / de dinamita furiosa y tu mano era una rosa / enfurecida, Rosario. Buitrago ha sido testigo / de tu condición de rayo de las hazañas que callo / y de la mano que digo. ¡Bien conoció el enemigo / la mano de esta doncella, que hoy no es mano porque de ella, / que ni un solo dedo agita, se prendió la dinamita / y la convirtió en estrella! Rosario, dinamitera, / puedes ser varón y eres la nata de las mujeres / la espuma de la trinchera. Digna como una bandera / de triunfos y resplandores, dinamiteros pastores, / vedla agitando su aliento y dad las bombas al viento / del alma de los traidores. Miguel Hernández, 1937
*Sofía Moro es fotógrafa y autora del libro 'Ellos y Nosotros' (ed. Blume), en el que retrata a supervivientes de la Guerra Civil, que cuentan su experiencia en primera persona.
Yo la política la había mamado. De pequeña había visto las huelgas de los braceros. En invierno no les daban trabajo, de modo que, para ganarse unas pesetas, iban a buscar leña a los montes del ayuntamiento para venderla después en el pueblo. Cuando llegaba la Guardia Civil les quitaban la leña, se la quemaban y les rompían las hachas. Ellos se abrían la camisa y decían: "Tírame, cacho cabrón. Mátame, pero no mates de hambre a mi familia".
En 1935, con 16 años, convencí a mi padre para que me dejara ir a Madrid a estudiar corte y confección. Vivía en casa de los padres de una vecina y, a cambio, trabajaba como criada. Un día pregunté a unas chicas: "¿Oye, vosotras sabéis dónde enseñan el corte? Tiene que ser muy barato". Eran de las Juventudes Socialistas Unificadas (JSU) y me contestaron: "Nosotras sabemos de una que te lo da gratis". Era verdad. La academia estaba en la calle San Bernardino, era de la JSU y las clases eran gratuitas. Funcionaba muy bien. Me apunté. Para mí fue natural hacerme de las JSU. Mi padre se alegró mucho cuando se lo conté.
Llevaba un año en Madrid cuando dieron el golpe de Estado. En la casa no teníamos radio, de modo que nos enteramos porque empezamos a oír tiros y bajamos a la calle. Un hombre nos dijo que el Ejército se había sublevado en el cuartel de la Montaña. Se oyeron tiros durante toda la noche. A media mañana oímos que la sublevación se había sofocado. Así que yo esa tarde me fui a mi academia. No sabía nada. No sabía que se trataba de un levantamiento ni que aquello iba a desembocar en una guerra ¡Nada! La academia estaba muy revuelta. ¡Había estallado la guerra! Un muchacho se subió a una mesa y empezó a pedir voluntarios con una fuerza tremenda. Yo veía que nos miraba y pensaba: "Pues nos lo debe de estar pidiendo a nosotras, porque aquí no hay chicos". Le pregunté: "Pero bueno, ¿entonces las chicas también podemos ir?" Él me contestó: "Claro, algo podréis hacer".
Al día siguiente, de madrugada, salí para el frente. Mi padre había llegado ese mismo día del pueblo para ver si me había pasado algo. Entonces le dije: "¿Sabes que he estado a punto de apuntarme como enfermera?" Como no me dijo nada, pensé: "Bueno, casi tengo el permiso de mi padre". Y al día siguiente, el 19 de julio, acudí a la cita. Nos llevaron a Somosierra para defender la presa de Lozoya. Llegamos dos días después de la sublevación y allí había ya de todo: parapetos, trincheras, equipos... En mi trinchera era la única mujer de quince personas que estábamos. Combatíamos en primera linea, a las órdenes del Campesino, de quien luego me hice muy amiga. El respeto a la mujer era impresionante. Yo era uno más de día y de noche. En el frente no te desnudabas para dormir. Dormías con lo puesto. Si se repartían las horas de guardia, no decían: "Dejad a la chica fuera". Yo era como una hermana para muchos y, a veces, cuando les veía morir, como una madre. En los primeros momentos, sabía sus nombres y todo: "¡Han matado a Julio! O ¡Han matado a Pepe!" Sufría muchísimo, pero no me acobardaba, me enardecía más. "¡Me cago en la leche! Estos hijos de..." Como pasaría hoy. ¡Lo mismo! En ese tiempo sólo fui a Madrid en una ocasión. Al irme al frente creí que la guerra iba a terminar al día siguiente o que, como mucho, iba a durar unos días. Tuve que volver porque me hacía falta ropa interior. No me hacía falta nada más, porque allí te ponías el mono y eso hacía las funciones de uniforme.
Me acerqué a mi pueblo. Llevaba mi fusil, mi mono, mi gorrito, mis cartucheras... ¡La que se organizó en el pueblo cuando me vieron aparecer así! Luego, cuando terminó la guerra, todo eran denuncias: que si había llevado mono, que si había llevado fusil, que llevaba una pistola... Me costó la cárcel. Pero en aquellos días todo era entusiasmo. Todas las chicas se querían venir conmigo al frente. Yo les decía: «Mira, díselo a tu padre, no me vayan a echar después a mí la culpa».
¡Con todos los muertos que había visto! Durante los primeros meses en las trincheras prácticamente no teníamos armamento. Los fusiles eran viejos. No teníamos ni una ametralladora, ni un mortero, ni nada. Después de dos meses a las órdenes del Campesino, me destinaron a una unidad de dinamiteros. Nuestro capitán era un minero barrenista asturiano que sabía fabricar cartuchos y manejar la dinamita. Nos propuso hacer bombas rellenando los botes de leche condensada con clavos. Era una cosa rudimentaria y casera, ya que te podían herir, pero no mataban. Lo que sí hacían era mucho ruido. En unas maniobras, me estalló un cartucho de dinamita en la mano. Estábamos en fila; éramos unos diez, y yo estaba situada en un extremo. Debió llover la noche anterior porque mi mecha al prender hizo un sonido extraño. Se quemaba por dentro, pero no por fuera, así que no noté el calor de la llama en el dedo, que era la señal para lanzarla. Los muchachos me gritaron: "¡Tírala! ¡No la tires!" Enseguida vi el peligro. Tenía un compañero a mi derecha y me volví para tirarla hacia otro lado, pero como las mechas eran tan cortas, me faltaron unos segundos y me estalló en la mano. Si la hubiera lanzado hacia delante, no me hubiera arrancado la mano, pero les hubiera herido a todos. Esto sucedió el 15 de septiembre de 1936. Con la explosión salieron todos corriendo. Un compañero rompió las cintas de sus alpargatas y me las ató al brazo. Me cogió en volandas y, corriendo, me sacó a la carretera. Pasó un coche militar y me llevaron al hospital. Ese hombre me salvó la vida. Primero estuve en un botiquín en Buitrago, donde me pusieron la antitetánica y la antigangrenosa y luego me trasladaron al hospital de sangre de La Cabrera. Allí vino a visitarme Ortega y Gasset. Él fue quién informó a mi padre del accidente.
Fui a Madrid. Me llevaron a la facultad de Filosofía y Letras, donde habían montado un hospital de convalecientes. Había una pizarra grandísima y yo me pasaba las horas intentando escribir con la mano izquierda. Salí al mes y medio con una indemnización de dos mil pesetas y, a partir de entonces, recibía diez pesetas diarias. Con ese dinero me podía haber ido donde quisiera, pero me dije: "Yo no he venido aquí a ganar diez pesetas. Me voy con los míos, a ver qué puedo hacer". Fui a ver al Campesino, que estaba en Alcalá de Henares. Su unidad se había convertido en la 10ª Brigada Mixta. Me dijo: "Vamos a ver. ¿Qué podría darte? Te voy a hacer telefonista".
Me construyeron una centralita en el Estado Mayor de la Comandancia. Allí conocí a Miguel Hernández, que estaba como comisario de Cultura y me escribió un poema. Debió ser a finales de 1936. Allí conocí también a Francisco Burcet, Paco, con quien me casé unos meses más tarde y tuve una niña. Después de un tiempo regresé a mi división, como cartera del frente. Me dijeron: "Está toda la división en Quijorna, al lado de Brunete. Están luchando allí y el jefe de carteros ha desaparecido. ¿Puedes ir o te da miedo?" Repartir el correo en el frente era muy peligroso. Alguna vez nos metimos en zona nacional sin darnos cuenta. Nos atacaron varias veces con bombas incendiarias y los aviones nos ametrallaban, pero en los tres meses que estuve siempre llegamos. Cogía todo el correo en Madrid y me iba en un coche con otras dos personas. Pero quien tenía el pase a primera línea era yo.
Íbamos a las puertas de El Pardo. Allí estaban los soldados con los fusiles atravesados. "¡Alto!" Yo sacaba el papel, lo leían y decían: "¡Pasa!" ¡Que esto les entre en la cabeza a los historiadores. No se echó a la mujer del Ejército republicano. Lo de la prostitución en los frentes es mentira. Entre nosotros no había machistas ni violadores. Cuando terminó la guerra, dejé a mi hija con mi madre y me fui a Alicante con mi padre. Paco se había ido al frente de Aragón y llevaba cuatro meses sin saber nada de él. No sabía si lo habrían matado o si habría escapado a Francia. En Alicante estábamos quince mil personas en el puerto esperando a que llegaran los barcos a salvarnos. Nunca llegaron. Mucha gente se suicidó. Yo pensaba que aquello era muy cobarde y le decía a mi padre: "Les van a dar el trabajo hecho. ¡Yo no me pienso suicidar, que me maten, y así constará que me mataron!"
A los cuatro días llegó la División Littorio. Nos robaron todo lo que pudieron, aunque tengo que reconocer que nos trataron mejor que los españoles. Nos llevaron al campo de concentración de los Almendros. Estuvimos unos cinco días casi sin comida ni agua. A las mujeres nos daban un pedazo de pan y una lata de sardinas para compartir al día. A los hombres sólo el pedazo de pan. Una mujer pidió leche para su hijo y el jefe fascista le contestó: "¡Ordéñate tú!" De allí nos trasladaron al campo de Albatera. A mi padre lo fusilaron allí, sin juicio previo, y a mí me liberaron unas semanas después. Me fui a Madrid, pero unos vecinos falangistas me denunciaron y volví a la cárcel. Durante un tiempo me llevaron de prisión en prisión. Primero estuve un mes en la prisión de Villarejo y luego me trasladaron a Getafe y a Ventas. Me pidieron la pena de muerte, pero salí con treinta años, de los que cumplí tres. Fueron años terribles. En la cárcel estábamos hacinadas en celdas carentes de higiene y la comida era insuficiente. Salí en 1942, el 28 de marzo, el mismo día en que murió el poeta Miguel Hernández en la cárcel de Alicante. Tenía prohibido pisar Madrid, pero no podía estar más tiempo sin ver a mi hija, y me fui a buscarla. La pobre se echó a llorar cuando la abracé; no conocía a su madre. De Paco no supe nada en todo ese tiempo. Luego me enteré de que se había vuelto a casar y que ya tenía otra familia y no nos volvimos a ver. Yo no podía trabajar como costurera ni en la limpieza, así que empecé a vender cigarrillos americanos de contrabando en Cibeles. Más adelante pude alquilar un estanco a unos familiares y en eso trabajé 22 años, hasta que me jubilé."
Rosario, dinamitera, / sobre tu mano bonita celaba la dinamita / sus atributos de fiera. Nadie al mirarla creyera / que había en su corazón una desesperación / de cristales, de metralla ansiosa de una batalla / sedienta de una explosión. Era tu mano derecha, / capaz de fundir leones, la flor de las municiones / y el anhelo de la mecha. Rosario, buena cosecha, / alta como un campanario, sembrabas al adversario / de dinamita furiosa y tu mano era una rosa / enfurecida, Rosario. Buitrago ha sido testigo / de tu condición de rayo de las hazañas que callo / y de la mano que digo. ¡Bien conoció el enemigo / la mano de esta doncella, que hoy no es mano porque de ella, / que ni un solo dedo agita, se prendió la dinamita / y la convirtió en estrella! Rosario, dinamitera, / puedes ser varón y eres la nata de las mujeres / la espuma de la trinchera. Digna como una bandera / de triunfos y resplandores, dinamiteros pastores, / vedla agitando su aliento y dad las bombas al viento / del alma de los traidores. Miguel Hernández, 1937
*Sofía Moro es fotógrafa y autora del libro 'Ellos y Nosotros' (ed. Blume), en el que retrata a supervivientes de la Guerra Civil, que cuentan su experiencia en primera persona.
2 comentarios:
Liliana, escuche en el programa el poema de Rosario dinamitera y no pude escuchar quien lo cantaba, decime por favor donde lo puedo conseguir, Gracias. Nestor
Siempre me ha gustado la poesía y por eso trato de conseguir nuevos poemas cada dia para poder analizarlos y disfrutar de ellos. Si bien me quiero mudar de casa, y constantemente estoy buscando en Zukbox Argentina, una propiedad ideal, me tomo un tiempo para disfrutar de la poesía cada vez que puedo
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